Domingo 30 Junio 2024

Fui, vi y escribí: La vida secreta de los libros

Las lecturas que aguardan en una biblioteca funcionan a la manera de un conjuro: alargan la vida. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

Hola, ahí.

La verdad, no podría explicarte cómo se ordena una biblioteca pero sí me dieron ganas de contarte que, por una razón X (la inesperada invasión de esos bichos que Kafka llevó a la fama literaria), la biblioteca principal de mi casa —un viejo y sólido armario de roble reformulado en los 80 para albergar libros— debió ser vaciada y ahora que nos dejaron solos de nuevo y desinsectizados me encuentro desde hace un par de días desembalando cajas y cajas y cajas y cajas con libros de todos los tiempos.

Ojo que cuando digo “de todos los tiempos” soy de una literalidad pasmosa. Hay libros de cuando iba a la escuela primaria, otros que heredé de mi papá (en realidad, asalté su biblioteca cuando se separó de mi mamá y siguen conmigo. Nunca me los reclamó), muchos del tiempo de la facultad y otros que llegaron cuando juntamos las bibliotecas con W., o sea, hace muchos años.

Estos libros de los que te hablo son en su mayoría aquellos con los que me formé y en los que me respaldaba antes de ejercer el periodismo, cuando estudiaba, cuando enseñaba en la facultad, cuando comencé a ejercer la crítica en Clarín, con mis reseñas en el suplemento en el que luego escribí y edité varios años. Pero ya como editora del Cultural, comenzaron a llegar los aludes de ejemplares enviados por editoriales y autores y, con ellos, la desesperación por distinguir lo valioso de lo novedoso que todavía me persigue. Pero esa es otra historia.

Hoy solo quiero hablarte de las cosas con las que me reencontré después de la invasión de cucarachas que, por cierto, puedo decir casi con certeza que ya no moran en esta casa. Y de la alegría que me volvió al cuerpo al volver a tocar, a oler y a releer al pasar esos mundos posibles.

Fotos viejas

Revolver mi propia biblioteca se parece cada vez más a revisar un álbum de fotos viejas. Muchos de esos títulos que por estos días pasan nuevamente por mis manos vienen con imágenes, con recuerdos, con anécdotas. También con anotaciones y hasta con fichas, esos instrumentos que en la previa de Internet nos ayudaban a estudiar y a fijar conocimiento… Todavía hoy, para poder retener datos necesito anotarlos, como si la mano actuara como refuerzo de la concentración y la memoria.

Durante años, cada vez que tuve que ordenar mis bibliotecas (son varias y repartidas por toda la casa) los libros de mi infancia, que incluyen los libros de literatura argentina y universal de las colecciones del Centro Editor de América Latina que eran de mi viejo, iban intercalados con el resto de los materiales, pero esta vez tomé una decisión y es la de reconocerles su status de incunables de mi familia y darles un espacio solo para ellos.

Ahí están entonces la primera Madame Bovary, que leí junto con antologías diversas y maravillosas, más ejemplares de la colección Robin Hood (¡Mi Ocho primos, de Louisa May Alcott!), otros de la colección GOLU, de Kapelusz (síii, Chico Carlo, de Juana de Ibarbourou, entre ellos) y algunos colados, como Platero y yo. Ese es el verdadero espacio “librería de viejo” de mi casa, ahora.

Por supuesto, en esta movida aparecieron uno detrás del otro los ejemplares del Martín Fierro que recordaba tener y de los que te hablé semanas atrás, cuando fui invitada a la lectura colectiva del gran poema nacional en el Museo Histórico y me desesperé buscando en vano. Sabía que estaban en casa, el tema es que el desorden no me permitió llegar a ellos, y eso que soy de las que tiene memoria visual potente y casi siempre voy ahí donde efectivamente está lo que necesito.

Lo que es evidente es que, a juzgar por los libros que encuentro estos días y a los que creí perdidos, o prestados, o no devueltos e, incluso, por algunos que llegué a creer que eran pura fantasía e inventos de mi imaginación, es clarísimo que yo no hice mis deberes estos años…

Algunas perlitas

No voy a poder relatar cada uno de los hallazgos o conclusiones, pero hice una listita de esas que me gustan a mí con algunos, elegidos por razones diversas: originalidad, sentimentalismo, sorpresa, ganas.

*Chau, diccionarios. Se terminó la era de los diccionarios de papel, lo sabía pero prefería mirar para otro lado. Observo en detalle mis dos tomos de María Moliner (es un diccionario de uso del español, regalo familiar de cuando me recibí de licenciada en Letras) y luego mi ejemplar de la Real Academia de 1992 (el de los 500 años de la llegada de Colón, la interpretación de la efeméride la dejo a tu criterio) y me pregunto para qué conservarlos.

En primer lugar, cada vez más cada uno escribe como quiere y no como le indican; ya no hay autoridad de la Lengua ni normas válidas para mayorías. Y no se trata de transgresiones desde el arte sino de que vivimos en un tiempo en el que, entre otras cosas, las redes sociales y el periodismo online convalidaron un cierto “todo vale” que hace que los diccionarios sean ya un objeto de museo (además de que hoy todo lo tenés al alcance de tu celular, desde ya). No digo que me guste, es una descripción fáctica.

Entonces, ¿qué hago? ¿Los guardo porque son objetos queridos? ¿O los regalo porque ocupan mucho espacio y no se usan?

En eso estoy. Mejor dicho, estamos.

*Obra reunida. Me hace feliz juntar los libros de autores y autoras que amo y a quienes leí mucho en alguna etapa de mi vida. John Irving, Puig, Aira, Victoria Ocampo, Silvina Ocampo, Margaret Atwood, Marguerite Duras, Italo Calvino, Philip Roth, Kafka, Svetlana Aleksievich, Beatriz Sarlo, María Moreno, Saer, Coetzee.

Todo Borges, todo Bioy, todo Cortázar, todo Pepe Bianco (favoritísimo de mi vida entera), todo García Márquez, todo Reinaldo Arenas (una tesis sobre su obra fue uno de los trabajos con los que me recibí).

Todo Henry James: ahí me cuesta muchísimo desprenderme, ves. En el caso de James, son casi todos títulos que fui comprando a lo largo del tiempo y en diversas ediciones. Tuve un período de intenso furor James, como tuve más tarde con Nabokov (también estoy reuniendo con absoluto placer sus libros, dispersos en las distintas bibliotecas de casa). Me gusta tenerlos a la vista. Ay, ella, la fetichista.

*Las hojas muertas. Hasta ahora, había libros que mantenía en los estantes pese a estar inutilizados: hojas sueltas, despegadas, tapas por un lado y textos por el otro, ejemplares incompletos. Los guardaba porque recordaba el momento en que llegaron a mí, ya porque los compré o porque me los regalaron o porque los heredé.

Pues bien, ahí, en esa caja se va un Amalia de los años 40 que compré en la calle Corrientes, una Rayuela de Cortázar que me regalaron en un cumple temprano y que, de tan desarmado, había quedado para darle una vuelta de tuerca más a la lectura “hembra” propuesta por su autor (hoy no vamos a detenernos en el tema género, otro día, tal vez), unos versos de Carriego, mi gramática de griego, en fin, una serie de libros que me marcaron pero que hoy son papel viejo e inútil, salvo que decida hacer cuadritos con ellos, algo que no haré. (Hacía eso antes, tengo una tapa divina de la edición original de The Buenos Aires Affair, de Puig, colgada en una de las paredes del lugar donde trabajo, en mi terraza. Un cuarto con centrifugado propio, lo llamo: acá además está el lavarropas).

*Señaladores. Me encantan los que fueron preparados para esa función pero se van perdiendo y entonces muchas veces uso para marcar por dónde voy hojas y hojitas de todo tipo, así como en su momento usaba boletos, tarjetas personales y tickets de funciones de cine o de teatro, o de conciertos o recitales. En un ejemplar de un libro de Calvino encontré estos días una entrada a una función del Teatro Negro de Praga. Me reía sola pensando en el chiste que me podrían hacer, ese de “se te cayó el DNI”.

*0303456. Como si fuera un fragmento del último libro de Martín Kohan, en varios libros encontré anotados en las primeras páginas y en las últimas números telefónicos, por supuesto que del tiempo previo a los celulares y algunos incluso de cuando eran de seis o siete cifras, nomás. Un tiempo en el que todos teníamos una agenda en la cabeza; hoy, como dice Kohan, la agenda la tiene el teléfono, no nosotros.

*Dedicatorias. A mí, a mi madre, a mi tía, a desconocidos (muchos libros comprados en librerías de viejo, sobre todo cuando estudiaba). Cuánto más lindo era eso, hablo del cuidado que poníamos en escribir para alguien cuando hacíamos un regalo. Buscábamos el regalo especialmente y arañábamos esas palabras en las que el otro podía ver las huellas de nuestro cariño, de nuestro amor y, a veces, también de nuestro desdén.

*Las vidas de los otros. Tengo muchas, muchísimas biografías. El perfil o retrato es un género que me interesa y que practico hace mucho, tanto en notas como en mis libros. Ver y ordenar esas historias de vida me permite hacerme una idea del trabajo de los biógrafos. Detenerme en esos volúmenes, ver la cantidad de páginas que quedaron en la edición final y espiar la documentación utilizada me ayuda a pensar cuánto tiempo estuvieron esas personas “viviendo y durmiendo” con su objeto de estudio y cuánto tiempo se tomaron los editores para dejar ese trabajo listo para su publicación.

Me reencontré con biografías que había olvidado: una de Marguerite Duras, una de Humphrey Bogart, un Picasso de Norman Mailer, el Lenin que escribió Hélène Carrère d’Encausse, la gran historiadora francesa, madre de nuestro amado Emmanuel, el autor de De vidas ajenas (libro que también encontré y acomodé junto con los demás librazos del señor).

Si te gusta el género, hay un libro clásico y medio insuperable de historia y teoría de la biografía que se llama Vidas ajenas. Lo escribió Leon Edel (1907-1997), un estadounidense que fue también autor de una muy buena biografía de Henry James y otra del apasionante grupo Bloomsbury. (Hay otra biografía de Bloomsbury recientemente reeditada, es la que escribió Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf. También escribió una biografía de su tía).

*Las marcas de mis bebés. Hay dibujos y firuletes de mis hijos en varios de los libros que estuve ordenando. Hay mordeduras, también. Aunque siempre les decía que no estaba bien escribirlos, no los retaba cuando lo hacían, la verdad. Algo me decía que eso que ellos hacían también era familiarizarse con la lectura y creo no haberme equivocado. Muchos de los libros que ya no están en mis bibliotecas están en las suyas: los tres resultaron buenos lectores.

*Los no leídos. Hay muchos, muchísimos. Algunos sin terminar, otros revisados, otros apenas entrevistos. Muchos comprados compulsivamente; otros guardados para después ad aeternum. Y, la verdad, me alegra tener este jardín de lecturas posibles esperando mi atención. Como si no haber leído todo lo que hay en esos estantes me garantizara años de lectura y me alargara la vida como un conjuro. Eso.

*Antes del espanto. El ejemplar es angosto y alto, fue publicado en la colección Índice, de editorial Sudamericana. Lo recuerdo alojado en la biblioteca del escritorio de mi papá, me atrevería a decir que recuerdo a mi papá leyendo este libro. Es una edición de El coronel no tiene quién le escriba, de Gabriel García Márquez, en donde el protagonista es un militar retirado a la espera de una pensión que no llega mientras entrena a un gallo de pelea.

Novela publicada originalmente en 1961, fue escrita en París unos años antes, en la buhardilla de un hotel del Barrio Latino, por un García Márquez periodista y pobre que no podía imaginar entonces ni su éxito ni su fama posteriores. Estudio la tapa, estudio las páginas, me detengo en los datos de la edición. Y me estremezco por dos datos.

Uno, la cifra de ejemplares: 20.000, un número al que poquísimos autores llegan en la actualidad.

Otro, la fecha de la edición del libro: 28 de febrero de 1976.

Casi un mes después, en nuestra casa de San Justo, mientras hablábamos de pavadas a la hora del crepúsculo, mi madre se esmeraba con el asado más angustiante y apurado de su vida: cientos y cientos de diarios y revistas se convertían en cenizas en la parrilla del jardín. Había llegado la hora de desprenderse de todos los materiales considerados “peligrosos” por la dictadura militar. En casa, los libros y cualquier material de lectura los compraba mi papá pero los asados, siempre, los hacía mi mamá.

Otra de las cosas lindas que tiene verme obligada a reorganizar todo es, por ejemplo, ver ahora los libros de Gabriela Cabezón Cámara en el mismo estante en el que están los de Borges y los de Molloy y no por casualidad; disfruto de este reordenamiento del pasado y el presente y, sobre todo, de mis gustos, mis placeres.

Como si mi biblioteca fuera mi propia librería; como si organizarla hoy, a esta altura de mi vida, consistiera en exhibir lo mejor posible, lo que hay, lo que tengo, para mostrarme a mí, lectora, aquello que me hace más feliz que nada en el mundo.

Ya escribí más de una vez: estoy convencida de que los libros dialogan entre sí cuando no los vemos. Y si no son los libros, son sus autores o sus personajes, que a la manera de El soldadito de plomo adquieren vida propia cuando se sienten solos mientras enriquecen las nuestras cuando los tenemos entre las manos.

 

Por Hinde Pomeraniec

(Fuente: Infobae)

 

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